La arquitectura de Formentera nace de la necesidad de adaptar las viviendas a un territorio con pocos recursos vinculado a la agricultura y la ganadería. Por eso, las casas más antiguas siguen el mismo patrón constructivo basado en la sobriedad y la sencillez para dar respuesta a las necesidades del día a día de una sociedad rural. Todas ellas forman parte del Catálogo insular del Patrimonio con distintos grados de protección, lo que en la mayoría de las ocasiones obliga a los propietarios a utilizar los materiales originales cuando quieren reformarlas.
Estas casas, que forman parte del ADN local, son de gruesos muros, levantados con piedras y mortero de cal. Las más antiguas son de cubierta plana, con la suficiente pendiente como para recuperar el agua de lluvia, que va a parar a la cisterna. En una segunda época aparecen las cubiertas a dos aguas. La distribución interna se caracteriza por una amplia estancia principal, que incorporaba en uno de sus lados una gran chimenea en torno a la cual giraba la vida familiar.
De este espacio salían varias habitaciones, también había altillos, a los que se accede por una escalera interior. En el exterior había corrales para cobijar al ganado y las dependencias propias asociadas a las explotaciones agrarias. Con el paso del tiempo y la llegada del turismo muchas de estas casas se han convertido en villas de lujo.
Otras, de nueva construcción, han incorporado nuevos materiales y diseños de vanguardia de la mano de jóvenes arquitectos que han sabido mezclar el conocimiento de la tradición y la integración en el paisaje en proyectos que pueden parecer anacrónicos pero que marcan el futuro de las segundas residencias.
En el recuerdo queda el arquitecto e ingeniero francés Enry Quillé, que apostó a final del siglo XX por las casas autosuficientes, con placas solares y molinos eólicos, un modelo que ahora se intenta recuperar.